Una obra maestra de André Malraux
Archivado en: Cuaderno de lecturas, "La condición humana", de André Malraux
Individualista irreductible como soy, por lo general aborrezco el llamado "compromiso". Como detesto, aún más, a quienes exigen su compromiso a los demás, tengo por norma ignorar la creación artística y literaria mediatizada por el compromiso de sus autores. Pero las reglas siempre se confirman en sus excepciones. En el caso de esta mía, una de ellas es La condición humana (1933), la magistral novela de André Malraux ambientada en la Guerra Civil China.
La leí hace ahora dieciséis años. Lo que sigue son las notas que tomé entonces. Aún recuerdo la emoción que me produjo el fragmento en que Katow entrega a sus compañeros, conscientes de que no soportarán la tortura, el cianuro que se reservaba para él mismo cuando llegase la hora de su suplicio. Y me descubro ante la definición de la condición humana de Kyo. Tal recuerda Gisors, su padre -pág. 160, tercer párrafo-, es "todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar. Más allá del interés, tiende, más o menos confusamente, a justificar esa condición, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero".
Shanghái, 21 de marzo de 1927.
Kyo, un mestizo de chino y japonés, Chen y el ruso Katow son tres dirigentes comunistas que, convencidos de que su antiguo aliado Chang Kai-shek va a acabar con el movimiento comunista cuando entre en la ciudad, se disponen a buscar armas y organizar las unidades de combate del partido -tchons- para un inminente levantamiento contra el capitalismo occidental asentado en el país. Clappique, el hombre que ha de vendérselas, es un sujeto ambiguo. Aparentemente amigo de los comunistas, acaso consciente de que éstos no quieren pagarle, pone inconvenientes. Ante este panorama, Chen acuchillará al vigilante del arsenal: el armamento que custodiaba resultará insuficiente.
Este primer planteamiento de la trama, que tiene un ritmo rápido, acaso parecido al de una novela policíaca, se nos presenta mediante la experiencia de cada uno de sus protagonistas, a los que hay que añadir al padre de Kyo, un profesor al que se alude por su apellido -Gisors-; May, una doctora y militante alemana, amante de Kyo; Hemmelrich, un antiguo "anarcosindicalista belga", a la sazón convertido en "bolchevique"; y Ferral, el capitalista que viene a dar el contrapunto a los revolucionarios. Así, la adición al opio del primero, los problemas sentimentales de la segunda, las ataduras familiares de Hemmelrich o las peculiaridades sexuales de Ferral, van articulando los distintos capítulos, titulados cada uno con la hora del día en que suceden las acciones que en ellos se nos refieren.
Tras algunas páginas en que la narración me ha dejado de interesar tanto como en las primeras, a partir de la Cuarta Parte -pág. 113-, titulada 11 de abril, la obra vuelve a leerse con la avidez que se descubre la mejor novela de aventuras. Lo que aquí se nos refiere es como Capplique es avisado por un conde polaco -Chpilewski-, con quien ha tenido algunos negocios, de que los nacionalistas quieren fusilarle: la entrada de las tropas de Chang Kai-shek en la ciudad es inminente.
Conocedores ya de su destino en caso de que triunfe la reacción, los comunistas deciden atentar contra el general nacionalista. Chen es el encargado de llevar a cabo la acción arrojando una bomba al paso del Ford de Chang Kai-shek. Llegado el momento, ya con el explosivo en una cartera, se encontrará con un misionero norteamericano -Smithson-, antiguo profesor suyo. A los reproches del religioso le hace por su alejamiento de la vida piadosa, Chen opone sus ideales revolucionarios e incluso anuncia que no tardará en matar. Sin embargo, se equivoca: cuando se dispone a arrojar el artefacto contra el vehículo del general, la insistencia del comerciante, en cuya tienda ha entrado para disimular, en que compre determinado objeto, conseguirá frustrar los planes del revolucionario. Posteriormente, en un segundo intento, será el mismo Chen quien se arroje con la bomba contra el Ford de Chang en uno de los fragmentos más impresionantes del texto. En esta ocasión los resultados no serán mejores: el general nacionalista no viajaba en su coche. Chen, cuyas piernas han quedado destrozadas, no llegará a saberlo. Cuando los soldados comienzan a darle patadas en lo poco que le queda de cuerpo, decidirá poner fin a lo poco que le queda de vida pegándose un tiro.
Ya a la desesperada, los revolucionarios se hacen fuerte en uno de sus locales, Hemmelrich -cuya familia ha muerto-, ya no tiene las ataduras que le contuvieron en días anteriores y también está con ellos. La situación es insostenible. Herido y abrumado por su eterna pobreza, Hemmelrich decidirá morir matando al primer enemigo que le sale al paso. Katow, también herido, será llevado al centro de detención.
El arresto de Kyo se produce en otro lugar. Su padre irá a ver a Clappique para que interceda por él ante el jefe de policía -un alemán que odia a los comunistas porque los bolcheviques le torturaron a él en Rusia-. Será inútil. El jefe de policía, quien ha avisado a Clappique de su inclusión en las listas de los que deben ser ejecutados por mediación del aristócrata polaco, le recomendará que no insista y que abandone lo antes posible la ciudad: los nacionalistas saben que intentó venderles armas a los comunistas. Clappique -que ha intentado ayudar a Kyo sinceramente- seguirá el consejo y huirá de Shanghai en barco.
Mientras tanto, Kyo se encuentra detenido. Cuando uno de sus guardianes comienza a dar latigazos a un desequilibrado para satisfacción de los otros arrestados, intercede por él. Acto seguido, van a buscarle para llevarle ante el jefe de policía. Éste le propone que se convierta en su delator. El comunista se niega y es llevado junto a Katow y el resto de los que esperan ser quemados vivos en la caldera de un tren, creo recordar que se da a entender. Ha llegado el momento de utilizar el cianuro que guardan en las hebillas de sus cinturones. Kyo, en efecto, recurrirá a él. Katow, por el contrario, preferirá entregárselo a dos compañeros chinos que no ocultan el temor que les inspira su inminente sacrificio. La oscuridad en que están confinados hace que los agraciados pierdan el cianuro al dárselo su benefactor. No obstante, lo encuentran y, cuando vienen a buscar al ruso para su martirio, todos los suicidas han muerto.
En junio de ese mismo año, Ferral asistirá muy escéptico a una reunión en un ministerio francés donde se tratan los planes que el capitalismo galo tiene para China.
Todo un ejemplo de literatura comprometida. Una novela en verdad impresionante, que no defrauda el interés que despertó en mí cuando supe de la decisión de Katow. No puedo dejar de volver sobre esa definición de la condición humana según Kyo: "todo aquello por lo cual los hombres aceptan dejarse matar. Más allá del interés, tiende, más a menos confusamente, a justificar esa condición, fundiéndola en dignidad: cristianismo para el esclavo, nación para el ciudadano, comunismo para el obrero".
Publicado el 20 de julio de 2016 a las 11:45.